sábado, 21 de abril de 2012

2. Por consiguiente




El problema con los comienzos es que nunca se sabe cuál es el mejor momento para dar inicio a una historia. Claro que es necesario empezar de una buena vez pero no sigue siendo embromado, porque vaya a saber si un mejor inicio posible o hipotético no hubiese dado a la historia mayor atractivo u originalidad.
       Lo mismo sucede con los finales.
Generalmente el final ya está escrito en el momento de empezar la historia, o puede que se vaya escribiendo al mismo tiempo. Lo que interesa es ir visualizando el desarrollo que, todo el mundo sabe o espera, deberá terminar tarde o temprano, mejor pronto, para algunos. Abiertos, cerrados, ambiguos, predecibles. Puede haber finales de todo tipo. Imagine el lector el que prefiera porque esta historia no sabe a dónde va.
       Pero volvamos a comenzar diciendo que el mejor de los comienzos es el que, precisamente, se escribe ahora pero, quizás, el final que engendra ese comienzo no sea el más feliz. Entonces será necesario borrar o abollar el soporte gráfico o, en estos tiempos, apretar delete, ya que la historia no será del todo atractiva y, es más, ni merecería ser escrita.
       Si el final es de esos que te dejan con la boca abierta, entonces adelante, aunque cuidado con la primera palabra a tipear, porque de eso dependerá el éxito o la continuidad del texto. De todos modos si no hay riesgo no hay necesidad de hacer, pero si hay necesidad de hacer entonces a enfrentar el riesgo, sino qué gracia tiene.
       Esos gajes del oficio que atentan contra la libre expresión son, para muchos, determinantes. Supongamos que cuente con una buena historia pero no me interese el resultado. La crítica saciará su hambre por más que, en los días que corren, se diga inapetente.
Pero bueno, hecha esta salvedad empezaré diciendo que esa noche en que el deseo se aletargaba en la desidia de mi habitación, no atiné mas que a sentir un impulso incontenible por inmortalizarte.
Suena bien, pero un tanto rebuscado. Los adjetivos melifluos y patéticamente poéticos no atraen en lo más mínimo. Al contrario, hacen huir despavorido al intrépido y aventurado lector.
Podría ser mejor: aquella noche en que transitaba los senderos ocultos de la infamia, luego de una jornada de pérfida sumisión, di de pronto en la antesala de mi cuarto, deshecho y violentado por la brutalidad salvaje del instinto bestial. No está nada mal. Aunque, ahora que recuerdo mejor, no fue así la manera en que se sucedieron los hechos.
En una sociedad adicta a los estímulos audiovisuales, toda cuota de abstracción es entendida como un atentado al decoro. Por lo que sería juzgado como más atractivo: la noche estaba quieta y oscura; más que dos pobres mendigos luchando con su suerte no se veía en las veredas grises que reflejaba el azul incandescente de la luna de otoño; dos perros pordioseros me miraron desafiantes, pero siguieron haciendo en el tacho de basura. Dejé de mirar por la ventana. Las tripas crujían ensordecedoramente. Vi tu mirada reflejada en la pantalla. Me acerqué, sin dejarme ver. No recuerdo cuándo ni cómo. De un momento a otro estaba contemplando, incrédulamente, cómo se materializaba tu cuerpo.
Si no fuera por lo desgastado y poco atrayente de la historia no sería un escrito que pudiera desecharse, sin la posibilidad de una revisión. Pero el cuento de enigma no es mi fuerte y no tengo idea de cómo dibujar la intriga, porque no hubo enigma y las cartas estaban echadas.
La cosa era más simple de lo que puede parecer, aunque por eso, más complicada.
La noche en que dejé de creer sólo en mí, me di cuenta de que lo que había hecho hasta este momento no fueron más que confabulaciones inconscientes que preveían el desenlace fatal que me sumerge en este cuarto viciado de patologías y conexiones a Internet. El único contacto con el mundo, mi cable a tierra, verdugo o diseño, es el repartidor que acerca a mi puerta los nutrientes necesarios para mantener en funcionamiento las actividades sensorias y motoras. Hace días que no veo la luz del sol. Hace años que siento que estoy tan muerto como cualquiera que vivió sin haberlo merecido. Como ese algo que fue, para bien o para mal.
Reconstruyo milimétricamente el escenario, pero siempre sobra –o falta- algún detalle y, esa ausencia desencadena los malos entendidos y los efectos posteriores. Además de las posibles versiones y sucesiones de una trama demasiado enredada y aun no escrita.
El barroquismo de las palabras echa por la borda todo tipo de cualidad literaria del párrafo anterior. Quizás la clave esté en reciclar algo de lo que venía escribiendo más arriba con algunas cosas de lo más reciente. De todos modos, ahora, no tengo tiempo ni ganas de continuar irritándome los ojos y devanándome los sesos, si al fin de cuentas el final de la historia es otro y hasta ahora nada de lo dicho lo escribe.

Por eso, volvamos de nuevo al principio.

El problema con los comienzos, es que no se puede saber cuándo es el mejor momento para comenzar una historia. La mía, o mejor dicho, la nuestra, se inicia en cualquier sitio, en algún lugar.
Pero esta historia quiere empezar aquí, cuando no queda más que el recuerdo borroso de lo que fue y la claridad de lo que pudo haber sido.
A su vez, no hay nada más engorroso que los finales. Abiertos, predecibles, sorpresivos, no sé cuál elegir. A lo mejor, todavía se está escribiendo el final que quiero y no me daré cuenta hasta el momento de dejar de apretar estas líneas y levantar las yemas de las teclas para releer lo escrito.
Entonces, hay un comienzo que ya empezó y por supuesto un final que se está escribiendo y se propone esperar pacientemente. Dos veces ya he intentado comenzarlo de la mejor manera posible y no me satisfizo. Y más de dos veces lo di por finalizado pero volvió a empezar. Que sea la tercera o la enésima vez, nadie lo notará. Y si este es el décimo primer intento, mejor para los cabalistas, que no sé qué sentido encuentran en la sumatoria.
Nuevamente, el problema está en que buscar un adjetivo, o una frase adecuada que sea valiosa o novedosa es un tanto difícil, más cuando nunca en mi vida me senté frente a un ordenador a tratar de expresar con pretensiones científicas alguna que otra idea de carácter informal.
Lo valioso del intento es que se queda puramente en eso, intento. Por todo lo demás, no merecería ser escrito.
Cuando los sones de la luna dejaron de escucharse en la sinfonía de la noche, yo estaba más decepcionado que nunca…suena bien, pero cursi, porque en realidad, no sé si estaba tan decepcionado como dije, además de que el escenario nocturno está demasiado desgastado. Y, en definitiva, no merecería decirse otra cosa. Pues si ese fue el principio y mi final se estará escribiendo en unas horas, no tengo más que decir que aquí se termina la historia. O que, recién empieza para otros actores.

De este modo pasaba las horas, haciendo, una y otra vez, un esquema que debía concluir antes de que el sinsentido viniera a entrevistarse conmigo.
El metódico es aquel que desanda lo andado y se encarga de imprimir mayor profundidad a las huellas que va dejando detrás. Quise tomar algo de esta personalidad y volví al lugar en el que empecé el recorrido.
Detrás de los caracteres que se leían bajo el entendimiento de aquél nombre propio me pregunté qué habría.
Tomé una lupa pero no hubo respuesta, solo una sucesión binaria, aunque entre esa cadena alcancé a vislumbrar algo de aspecto antropomórfico y se cortó la conexión.
Considerando el aspecto de la personalidad obsesiva, con el que me siento cómodo, y, viendo que otro tipo de recurso no me quedaba, comencé a describir en palabras lo que pretendí ver.
De mirada penetrante, los ojos azules de Oscar se fijaron en un punto determinado del otro lado de la pantalla, casualmente en el mismo que estaba viendo yo.
No quise creer en su momento que estuviera observándome y dejé que los acontecimientos por venir me demostraran lo contrario. Describí una nariz de ángulos rectos, un tanto maltratada en el medio del tabique, pero de terminación discreta, aunque la tentación osara hacerme imaginar sobrepuestas las dimensiones de la del de Bergerac. Mejillas prominentes, rostro afilado, cabello castaño prolijamente cortado, labios con un  leve desplazamiento hacia la derecha.
A medida que las palabras quedaban impresas en el documento el diseño parecía irse llenando de, cómo diría, sustancia, ponéle.
Confieso que con no poco miedo comencé a jugar con las teclas y la pantalla. Me arriesgué a dotar de tridimensionalidad a la descripción y hete aquí que, cosa de Mandinga, también se corta la energía eléctrica. Y yo sin guardar los cambios.
Pero con el poco de reserva, los ojos cada vez más vivos, la sonrisa de cordialidad y el gesto de agradecimiento, la mano de Oscar traspasó el plasma y, junto con la otra, se fue abriendo camino para que saliera la cabeza entrecana.
Por supuesto, mirando impávido, huí despavorido. Me alejé del escritorio y el holograma se irguió delante de mí. Tomó un trago de cerveza y se fue por la ventana.

Al poco tiempo, me desperté sobresaltado. Ya había vuelto la luz. Afuera llovía y las gotas que entraban atravesando las cortinas estaban frías.

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