El
problema con los comienzos es que nunca se sabe cuál es el mejor momento para
dar inicio a una historia. Claro que es necesario empezar de una buena vez pero
no sigue siendo embromado, porque vaya a saber si un mejor inicio posible o
hipotético no hubiese dado a la historia mayor atractivo u originalidad.
Lo mismo sucede con los finales.
Generalmente el final ya está escrito en el momento de
empezar la historia, o puede que se vaya escribiendo al mismo tiempo. Lo que
interesa es ir visualizando el desarrollo que, todo el mundo sabe o espera,
deberá terminar tarde o temprano, mejor pronto, para algunos. Abiertos,
cerrados, ambiguos, predecibles. Puede haber finales de todo tipo. Imagine el
lector el que prefiera porque esta historia no sabe a dónde va.
Pero volvamos a comenzar diciendo que el
mejor de los comienzos es el que, precisamente, se escribe ahora pero, quizás,
el final que engendra ese comienzo no sea el más feliz. Entonces será necesario
borrar o abollar el soporte gráfico o, en estos tiempos, apretar delete,
ya que la historia no será del todo atractiva y, es más, ni merecería ser
escrita.
Si el final es de esos que te dejan con
la boca abierta, entonces adelante, aunque cuidado con la primera palabra a
tipear, porque de eso dependerá el éxito o la continuidad del texto. De todos
modos si no hay riesgo no hay necesidad de hacer, pero si hay necesidad de
hacer entonces a enfrentar el riesgo, sino qué gracia tiene.
Esos gajes del oficio que atentan contra
la libre expresión son, para muchos, determinantes. Supongamos que cuente con
una buena historia pero no me interese el resultado. La crítica saciará su
hambre por más que, en los días que corren, se diga inapetente.
Pero bueno, hecha esta salvedad empezaré diciendo que esa
noche en que el deseo se aletargaba en la desidia de mi habitación, no atiné
mas que a sentir un impulso incontenible por inmortalizarte.
Suena bien, pero un tanto rebuscado. Los adjetivos
melifluos y patéticamente poéticos no atraen en lo más mínimo. Al contrario,
hacen huir despavorido al intrépido y aventurado lector.
Podría ser mejor: aquella noche en que transitaba los
senderos ocultos de la infamia, luego de una jornada de pérfida sumisión, di de
pronto en la antesala de mi cuarto, deshecho y violentado por la brutalidad
salvaje del instinto bestial. No está nada mal. Aunque, ahora que recuerdo
mejor, no fue así la manera en que se sucedieron los hechos.
En una sociedad adicta a los estímulos audiovisuales, toda
cuota de abstracción es entendida como un atentado al decoro. Por lo que sería
juzgado como más atractivo: la noche estaba quieta y oscura; más que dos pobres
mendigos luchando con su suerte no se veía en las veredas grises que reflejaba
el azul incandescente de la luna de otoño; dos perros pordioseros me miraron
desafiantes, pero siguieron haciendo en el tacho de basura. Dejé de mirar por
la ventana. Las tripas crujían ensordecedoramente. Vi tu mirada reflejada en la
pantalla. Me acerqué, sin dejarme ver. No recuerdo cuándo ni cómo. De un
momento a otro estaba contemplando, incrédulamente, cómo se materializaba tu
cuerpo.
Si no fuera por lo desgastado y poco atrayente de la
historia no sería un escrito que pudiera desecharse, sin la posibilidad de una
revisión. Pero el cuento de enigma no es mi fuerte y no tengo idea de cómo
dibujar la intriga, porque no hubo enigma y las cartas estaban echadas.
La cosa era más simple de lo que puede parecer, aunque por
eso, más complicada.
La noche en que dejé de creer sólo en mí, me di cuenta de que
lo que había hecho hasta este momento no fueron más que confabulaciones
inconscientes que preveían el desenlace fatal que me sumerge en este cuarto
viciado de patologías y conexiones a Internet. El único contacto con el mundo,
mi cable a tierra, verdugo o diseño, es el repartidor que acerca a mi puerta
los nutrientes necesarios para mantener en funcionamiento las actividades
sensorias y motoras. Hace días que no veo la luz del sol. Hace años que siento
que estoy tan muerto como cualquiera que vivió sin haberlo merecido. Como ese
algo que fue, para bien o para mal.
Reconstruyo milimétricamente el escenario, pero siempre
sobra –o falta- algún detalle y, esa ausencia desencadena los malos entendidos
y los efectos posteriores. Además de las posibles versiones y sucesiones de una
trama demasiado enredada y aun no escrita.
El barroquismo de las palabras echa por la borda todo tipo
de cualidad literaria del párrafo anterior. Quizás la clave esté en reciclar
algo de lo que venía escribiendo más arriba con algunas cosas de lo más
reciente. De todos modos, ahora, no tengo tiempo ni ganas de continuar
irritándome los ojos y devanándome los sesos, si al fin de cuentas el final de
la historia es otro y hasta ahora nada de lo dicho lo escribe.
Por eso, volvamos de nuevo al principio.
El problema con los comienzos, es que no se puede saber
cuándo es el mejor momento para comenzar una historia. La mía, o mejor dicho,
la nuestra, se inicia en cualquier sitio, en algún lugar.
Pero esta historia quiere empezar aquí, cuando no queda
más que el recuerdo borroso de lo que fue y la claridad de lo que pudo haber
sido.
A su vez, no hay nada más engorroso que los finales.
Abiertos, predecibles, sorpresivos, no sé cuál elegir. A lo mejor, todavía se
está escribiendo el final que quiero y no me daré cuenta hasta el momento de
dejar de apretar estas líneas y levantar las yemas de las teclas para releer lo
escrito.
Entonces, hay un comienzo que ya empezó y por supuesto un
final que se está escribiendo y se propone esperar pacientemente. Dos veces ya
he intentado comenzarlo de la mejor manera posible y no me satisfizo. Y más de
dos veces lo di por finalizado pero volvió a empezar. Que sea la tercera o la
enésima vez, nadie lo notará. Y si este es el décimo primer intento, mejor para
los cabalistas, que no sé qué sentido encuentran en la sumatoria.
Nuevamente, el problema está en que buscar un adjetivo, o
una frase adecuada que sea valiosa o novedosa es un tanto difícil, más cuando
nunca en mi vida me senté frente a un ordenador a tratar de expresar con
pretensiones científicas alguna que otra idea de carácter informal.
Lo valioso del intento es que se queda puramente en eso, intento.
Por todo lo demás, no merecería ser escrito.
Cuando los sones de la luna dejaron de escucharse en la
sinfonía de la noche, yo estaba más decepcionado que nunca…suena bien, pero cursi,
porque en realidad, no sé si estaba tan decepcionado como dije, además de que
el escenario nocturno está demasiado desgastado. Y, en definitiva, no merecería
decirse otra cosa. Pues si ese fue el principio y mi final se estará
escribiendo en unas horas, no tengo más que decir que aquí se termina la
historia. O que, recién empieza para otros actores.
De este modo pasaba las horas, haciendo, una y otra vez,
un esquema que debía concluir antes de que el sinsentido viniera a
entrevistarse conmigo.
El metódico es aquel que desanda lo andado y se encarga de
imprimir mayor profundidad a las huellas que va dejando detrás. Quise tomar
algo de esta personalidad y volví al lugar en el que empecé el recorrido.
Detrás de los caracteres que se leían bajo el
entendimiento de aquél nombre propio me pregunté qué habría.
Tomé una lupa pero no hubo respuesta, solo una sucesión
binaria, aunque entre esa cadena alcancé a vislumbrar algo de aspecto
antropomórfico y se cortó la conexión.
Considerando el aspecto de la personalidad obsesiva, con
el que me siento cómodo, y, viendo que otro tipo de recurso no me quedaba,
comencé a describir en palabras lo que pretendí ver.
De mirada penetrante, los ojos azules de Oscar se fijaron
en un punto determinado del otro lado de la pantalla, casualmente en el mismo
que estaba viendo yo.
No quise creer en su momento que estuviera observándome y
dejé que los acontecimientos por venir me demostraran lo contrario. Describí
una nariz de ángulos rectos, un tanto maltratada en el medio del tabique, pero
de terminación discreta, aunque la tentación osara hacerme imaginar
sobrepuestas las dimensiones de la del de Bergerac. Mejillas prominentes,
rostro afilado, cabello castaño prolijamente cortado, labios con un leve desplazamiento hacia la derecha.
A medida que las palabras quedaban impresas en el
documento el diseño parecía irse llenando de, cómo diría, sustancia, ponéle.
Confieso que con no poco miedo comencé a jugar con las
teclas y la pantalla. Me arriesgué a dotar de tridimensionalidad a la
descripción y hete aquí que, cosa de Mandinga, también se corta la energía
eléctrica. Y yo sin guardar los cambios.
Pero con el poco de reserva, los ojos cada vez más vivos,
la sonrisa de cordialidad y el gesto de agradecimiento, la mano de Oscar
traspasó el plasma y, junto con la otra, se fue abriendo camino para que
saliera la cabeza entrecana.
Por supuesto, mirando impávido, huí despavorido. Me alejé
del escritorio y el holograma se irguió delante de mí. Tomó un trago de cerveza
y se fue por la ventana.
Al poco tiempo, me desperté sobresaltado. Ya había vuelto
la luz. Afuera llovía y las gotas que entraban atravesando las cortinas estaban
frías.
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