domingo, 22 de abril de 2012

1. Como quien no quiere la cosa...



En un día como el de hoy hubo alguien que trató, en otras cosas, de desalinear los planetas para revertir el orden cósmico de un antiquísimo sistema zodiacal. Dicho de otro modo, alguien que se dejó llevar por los vericuetos de la imaginación sin medir las consecuencias. Y, como se sabe que ocurre en estos casos, el camino presenta sólo una vía. No es de extrañar que el hechizo ejercido por la fantasía obrara en consecuencia tal como lo hiciera, muchos años atrás, con aquél hidalgo caballero. Hay leyes que no se deberían violar. También terrenos a los que ni habría que asomar la nariz.
La prensa del momento, sobre todo la virtual e, incluso, la gráfica aunque sin mucha circulación —tal como reclama el Espíritu de los Tiempos— se encargó de relativizar el hecho. Minimizándolo, pasaría desapercibido. Aunque, me darán la razón, creo que fue de notable trascendencia.
La idea del sujeto en cuestión fue trasformada pronto en doctrina esotérica y motivo de culto secreto.  Muchos otros desviados del poder de la Orden Terrenal del Sentido Común se organizaron en cofradías y en hermandades, siempre resguardándose en el Anonimato. La Iluminación corresponde a unos pocos, decían. De todos modos, tras largas veladas y programados rituales, la adhesión fue decayendo hasta la disolución. No puedo decir que aún no exista la Orden. Ningún registro lo demuestra y de ahí la ambigüedad. Creamos que tal Doctrina no prosperó o, al menos, coincidamos con los que  eso dicen.
Aún así debo confesar, nobleza obliga, que me llegaron comentarios sobre ese revolucionario en franca decadencia, pretendido mesías.  Todos concuerdan en que tal libre pensador puso en tela de juicio el verdadero significado de algunas cuestiones de poco interés, por comunes. Comentarios que, es necesario aclarar, no son más falaces que la tranquilizadora idea del todos lo dicen, ¿por qué yo no puedo decir lo mismo?” y que, por tal carácter, a nadie le incomodan.
No obstante, me interesé por tratar de encontrar algún tipo de registro o documento escrito o algo que, en realidad, quisiera ilustrarme de que aquello que se dice pudo haber sido cierto. La búsqueda no fue fácil.
Primero navegué por los portales a los que podía tener acceso a través de mi ordenador. Recorrí luego los lugares que hallaba y que aquél frecuentaba tratando de encontrar algún dato que me guiara a su encuentro, en el supuesto caso de que todavía el tipo esté entre nosotros.
Una vez ante su presencia habré podido preguntarle
— ¿Qué se te dio por pensar que esto no es más que una ilusión?
Y seguramente habré escuchado respuestas como del tipo
—La realidad no es más que la aprehensión sensitiva de los hombres.
Y habré dicho:
—Chocolate por la noticia.

Supongamos que no nos encontremos nunca. Entonces qué podrá ser dicho de lo que todos se empecinaron en invisibilizar y callar y redactar y reformular. Y qué hay si esa teoría en realidad no existió como tal y fue parte de la invención de lo que otros creyeron haber escuchado y, por lo tanto, interpretado y reconstruido.
—Momento, dije, aun debe haber un espacio para la verdad. Y me empeciné en darle forma al contenido.
         Di al fin, después de tanto andar, varios cafés, ceniceros vaciados en más de una ocasión, pilas de envases de cerveza vacíos y calientes, ojos irritados y atmósferas viciadas de tanto encierro, con lo que —intuyo— fue el único escrito de la Orden, en una versión de lectura acrobática poco difundida y, pongamos por caso, poco legible aunque no menos rescatable por imprecisa.

       En letra un tanto descuidada, con animaciones que hacían dispersar la atención, alcancé a descubrir el siguiente trazo de caracteres. Lo pego tal como apareció aunque tomándome el atrevimiento de cambiar sus fuentes originales y redactarlo como hiciera Pierre Menard.

Segundo tomo, capítulo onceavo de la Teoría del Día Jamás vivido de Oscar Funes Lent[1]:

[…] nótese que los instantes que suponemos estar viviendo en este momento no son más que representaciones psíquicas fotovoltaicas, cargadas de una naturaleza amorfa pero un tanto aprehensiva, que actúan sobre el aparato sensitivo del hombre, en sus distintas manifestaciones, y producen un efecto físico químico que envía un impulso al sistema nervioso central, el cual será interpretado y respondido por el cerebro en cuestión de milésimas de segundos o, tal vez, en otro tipo de parcelas temporales de una duración desconocida por los parámetros que establece el tiempo en el que queremos movernos.[2]

No es de extrañar que tal pensamiento se haya convertido en el motor de una industria posterior. Busqué en la web algún rastro de alguien que se ocupara del asunto, tanto en páginas privadas como institucionales y sólo hallé 1 (una) coincidencia.
Contactado el informante, comprobé que el texto se encontraba tan falto de coherencia como el de antes. Intuí, por lo tanto, que el párrafo ausente, y que está borrado por el café —creo que intencionalmente— derramado sobre la hoja de la copia, completa y escaneada, que supo reenviarme el encargado del Archivo General del Centro de Estudios Retrasados, debía continuar diciendo: «pero hay otra naturaleza de esos momentos que pasan desapercibidos por los sentidos y que forman parte de esa otra realidad que no nos es dado a aprehender a la mayoría de los mortales».
   Si tenemos en cuenta que «es nuestra psiquis quien construye fenomenológicamente el mundo que nos rodea» concluiremos que hay cosas que nuestra psiquis no puede procesar, cual si fuera una espacie de «ordenador» moderno, y que hacen a las leyes que mueven una cantidad de comportamientos humanos de inexplicable naturaleza, como la hybris de los héroes de la antigua cultura helénica, o ese tan desgastado inconsciente freudiano.
«Que no se diga, entonces, que nos movemos en un mundo cierto, cuando en realidad, todo el que se detenga a pensar un momento podrá darse cuenta de que la verdadera matriz que nos mueve es el desconcierto». Y que tampoco se piense que no hay nada incierto puesto que muchas cosas no las explicamos porque, en definitiva, no las sentimos. Si hay algo cierto de lo incierto es el desconcierto que calificamos superfluo e innecesario.
         Si la óptica del hombre común, entre ellos Oscar y yo y viceversa, quiere ignorar dicho axioma es porque las leyes del mundo que nos mueve están diseñadas de tal forma que no pueden explicar lo inexplicable. Ya desde las aulas mismas —y mi experiencia docente lo avala— se están diseñando mentes que no intentan desarrollar la capacidad de cultivar ni un gramo de pensamiento reflexivo. Mentes prediseñadas a actuar en la simultaneidad que los tiempos actuales demandan, sin detenerse a especular, ni un momento, en su cualidad aspectual.

Ni en los libros más adiestrados por versados y enciclopedistas, ni en el trigésimo primer volumen del noveno anaquel de uno de los laterales derechos de un resquicio hexagonal de la biblioteca de Babel pude encontrar algún tipo de teoría que insinuara o previera la Teoría de Funes.
 Aunque me pareció poco intuitiva por lo común. Quizá sea la verbalización del eco de los tiempos sin más. O pura especulación seudo metafísica.
         Palabras más o menos, lo cierto es que las fuentes citadas son sorprendentemente conocidas. Así, di con la primera edición en prosa de la Microfísica del tiempo de Jaime Barreda; la edición corregida y aumentada de El principio del suceder de José Pablo Fantini; La percepción oblicua de Michel Etienne; la Breve historia de la destrucción de los macro relatos legitimizadores de la filosofía cartesiana de Alfredo Vargas, reedición ésta última de la editorial Coliseo de Madrid, entre otras necesarias y fundamentales obras de la historia de la filosofía universal, por posmoderna.
         Me sumergí de nuevo en el magma de significados de los textos y del Gran Texto queriendo realizar una lectura un tanto prístina, un tanto inocente. Y di con el no poco extenuante trabajo de ir de una referencia bibliográfica a otra, y de esta a otra más.
         Ya los meses se iban con esa gana imperiosa que siente cualquiera que se siente incómodo ante una situación. Decidí abandonar mi empresa, por indecorosa.
         Cuando así porque sí, encontré el hilo de Ariadna que me permitió encontrar la salida del laberinto.
         En el segundo párrafo del capítulo tres de la obra de Vargas, en la página 42 de quienes manejen la edición citada, puede leerse: «los instantes que parecemos estar viviendo son impresiones fotovoltaicas de naturaleza amorfa (...) que actúa[n] sobre la siquis (Sic.) produciendo un efecto químico en el sistema nervioso central».
         Aún más la «Microfísica» de Barreda dice ya en el prólogo a la edición en alemán, que «el tiempo [?] que rige los fenómenos microbiológicos es mensurable en parcelas durativas que pueden significar hasta un céntuplo más que el de las coordenadas del tiempo que creemos conocer». Así, no es de extrañar que la transmisión de un impulso nervioso pueda durar hasta un lustro en las dimensiones en las que nos movemos.
         Y no sigo citando la cadena de axiomas fraguados, tergiversados y apócrifos que re-dac-ta el texto de Funes. Y quizás también el mío. Puesto que aunque intente decir lo que no ha dicho, no estoy diciendo más que lo que los otros dijeron y que yo mismo digo, en el último de los casos.
         Concluyamos, por consiguiente, que Oscar fue —o es— un gran fabulador. Que de su obra no se puede rescatar ni siquiera una línea que corresponda a un pensamiento original o novedoso. Supongamos también que el tipo no hace otra cosa más que un collage de lo que otros dijeron y leyeron y ahora él dice y relee.
         Salvo por cuestiones que atañen a lo ético y a lo moral no encuentro delito mayor que el de haber armado y ensamblado las partes de un gran rompecabezas que necesariamente confluyeron en él pues, si decimos que no existen las casualidades, el tipo fue el punto culminante de una serie de causas, acciones y procesos.
Que haya sido Funes y no otro responde a una ecuación, en otro orden del tiempo, formulada y puesta a circular por el imparable efecto dominó.
         Claro que quizá me toque a mí acomodar las piezas. Y ahí es donde no puedo explicar mi aparición en la historia.



[1] El segundo apellido registrados es de genealogía dudosa, ya que no existen registros de ningún tipo en el se establezcan relaciones entre los Funes de antaño con los Lent lusitanos. Podría pensarse en una actitud de autoreconocimiento o en su defecto, por darse aires de alto linaje con el que nunca contó. Como dudosa es la fuente, se permite obviar tan oscura y apócrifa ascendencia.  (Nota del compilador o de quién esto escribe)
[2] Edición de autor, se leía en el formato jpg.

sábado, 21 de abril de 2012

2. Por consiguiente




El problema con los comienzos es que nunca se sabe cuál es el mejor momento para dar inicio a una historia. Claro que es necesario empezar de una buena vez pero no sigue siendo embromado, porque vaya a saber si un mejor inicio posible o hipotético no hubiese dado a la historia mayor atractivo u originalidad.
       Lo mismo sucede con los finales.
Generalmente el final ya está escrito en el momento de empezar la historia, o puede que se vaya escribiendo al mismo tiempo. Lo que interesa es ir visualizando el desarrollo que, todo el mundo sabe o espera, deberá terminar tarde o temprano, mejor pronto, para algunos. Abiertos, cerrados, ambiguos, predecibles. Puede haber finales de todo tipo. Imagine el lector el que prefiera porque esta historia no sabe a dónde va.
       Pero volvamos a comenzar diciendo que el mejor de los comienzos es el que, precisamente, se escribe ahora pero, quizás, el final que engendra ese comienzo no sea el más feliz. Entonces será necesario borrar o abollar el soporte gráfico o, en estos tiempos, apretar delete, ya que la historia no será del todo atractiva y, es más, ni merecería ser escrita.
       Si el final es de esos que te dejan con la boca abierta, entonces adelante, aunque cuidado con la primera palabra a tipear, porque de eso dependerá el éxito o la continuidad del texto. De todos modos si no hay riesgo no hay necesidad de hacer, pero si hay necesidad de hacer entonces a enfrentar el riesgo, sino qué gracia tiene.
       Esos gajes del oficio que atentan contra la libre expresión son, para muchos, determinantes. Supongamos que cuente con una buena historia pero no me interese el resultado. La crítica saciará su hambre por más que, en los días que corren, se diga inapetente.
Pero bueno, hecha esta salvedad empezaré diciendo que esa noche en que el deseo se aletargaba en la desidia de mi habitación, no atiné mas que a sentir un impulso incontenible por inmortalizarte.
Suena bien, pero un tanto rebuscado. Los adjetivos melifluos y patéticamente poéticos no atraen en lo más mínimo. Al contrario, hacen huir despavorido al intrépido y aventurado lector.
Podría ser mejor: aquella noche en que transitaba los senderos ocultos de la infamia, luego de una jornada de pérfida sumisión, di de pronto en la antesala de mi cuarto, deshecho y violentado por la brutalidad salvaje del instinto bestial. No está nada mal. Aunque, ahora que recuerdo mejor, no fue así la manera en que se sucedieron los hechos.
En una sociedad adicta a los estímulos audiovisuales, toda cuota de abstracción es entendida como un atentado al decoro. Por lo que sería juzgado como más atractivo: la noche estaba quieta y oscura; más que dos pobres mendigos luchando con su suerte no se veía en las veredas grises que reflejaba el azul incandescente de la luna de otoño; dos perros pordioseros me miraron desafiantes, pero siguieron haciendo en el tacho de basura. Dejé de mirar por la ventana. Las tripas crujían ensordecedoramente. Vi tu mirada reflejada en la pantalla. Me acerqué, sin dejarme ver. No recuerdo cuándo ni cómo. De un momento a otro estaba contemplando, incrédulamente, cómo se materializaba tu cuerpo.
Si no fuera por lo desgastado y poco atrayente de la historia no sería un escrito que pudiera desecharse, sin la posibilidad de una revisión. Pero el cuento de enigma no es mi fuerte y no tengo idea de cómo dibujar la intriga, porque no hubo enigma y las cartas estaban echadas.
La cosa era más simple de lo que puede parecer, aunque por eso, más complicada.
La noche en que dejé de creer sólo en mí, me di cuenta de que lo que había hecho hasta este momento no fueron más que confabulaciones inconscientes que preveían el desenlace fatal que me sumerge en este cuarto viciado de patologías y conexiones a Internet. El único contacto con el mundo, mi cable a tierra, verdugo o diseño, es el repartidor que acerca a mi puerta los nutrientes necesarios para mantener en funcionamiento las actividades sensorias y motoras. Hace días que no veo la luz del sol. Hace años que siento que estoy tan muerto como cualquiera que vivió sin haberlo merecido. Como ese algo que fue, para bien o para mal.
Reconstruyo milimétricamente el escenario, pero siempre sobra –o falta- algún detalle y, esa ausencia desencadena los malos entendidos y los efectos posteriores. Además de las posibles versiones y sucesiones de una trama demasiado enredada y aun no escrita.
El barroquismo de las palabras echa por la borda todo tipo de cualidad literaria del párrafo anterior. Quizás la clave esté en reciclar algo de lo que venía escribiendo más arriba con algunas cosas de lo más reciente. De todos modos, ahora, no tengo tiempo ni ganas de continuar irritándome los ojos y devanándome los sesos, si al fin de cuentas el final de la historia es otro y hasta ahora nada de lo dicho lo escribe.

Por eso, volvamos de nuevo al principio.

El problema con los comienzos, es que no se puede saber cuándo es el mejor momento para comenzar una historia. La mía, o mejor dicho, la nuestra, se inicia en cualquier sitio, en algún lugar.
Pero esta historia quiere empezar aquí, cuando no queda más que el recuerdo borroso de lo que fue y la claridad de lo que pudo haber sido.
A su vez, no hay nada más engorroso que los finales. Abiertos, predecibles, sorpresivos, no sé cuál elegir. A lo mejor, todavía se está escribiendo el final que quiero y no me daré cuenta hasta el momento de dejar de apretar estas líneas y levantar las yemas de las teclas para releer lo escrito.
Entonces, hay un comienzo que ya empezó y por supuesto un final que se está escribiendo y se propone esperar pacientemente. Dos veces ya he intentado comenzarlo de la mejor manera posible y no me satisfizo. Y más de dos veces lo di por finalizado pero volvió a empezar. Que sea la tercera o la enésima vez, nadie lo notará. Y si este es el décimo primer intento, mejor para los cabalistas, que no sé qué sentido encuentran en la sumatoria.
Nuevamente, el problema está en que buscar un adjetivo, o una frase adecuada que sea valiosa o novedosa es un tanto difícil, más cuando nunca en mi vida me senté frente a un ordenador a tratar de expresar con pretensiones científicas alguna que otra idea de carácter informal.
Lo valioso del intento es que se queda puramente en eso, intento. Por todo lo demás, no merecería ser escrito.
Cuando los sones de la luna dejaron de escucharse en la sinfonía de la noche, yo estaba más decepcionado que nunca…suena bien, pero cursi, porque en realidad, no sé si estaba tan decepcionado como dije, además de que el escenario nocturno está demasiado desgastado. Y, en definitiva, no merecería decirse otra cosa. Pues si ese fue el principio y mi final se estará escribiendo en unas horas, no tengo más que decir que aquí se termina la historia. O que, recién empieza para otros actores.

De este modo pasaba las horas, haciendo, una y otra vez, un esquema que debía concluir antes de que el sinsentido viniera a entrevistarse conmigo.
El metódico es aquel que desanda lo andado y se encarga de imprimir mayor profundidad a las huellas que va dejando detrás. Quise tomar algo de esta personalidad y volví al lugar en el que empecé el recorrido.
Detrás de los caracteres que se leían bajo el entendimiento de aquél nombre propio me pregunté qué habría.
Tomé una lupa pero no hubo respuesta, solo una sucesión binaria, aunque entre esa cadena alcancé a vislumbrar algo de aspecto antropomórfico y se cortó la conexión.
Considerando el aspecto de la personalidad obsesiva, con el que me siento cómodo, y, viendo que otro tipo de recurso no me quedaba, comencé a describir en palabras lo que pretendí ver.
De mirada penetrante, los ojos azules de Oscar se fijaron en un punto determinado del otro lado de la pantalla, casualmente en el mismo que estaba viendo yo.
No quise creer en su momento que estuviera observándome y dejé que los acontecimientos por venir me demostraran lo contrario. Describí una nariz de ángulos rectos, un tanto maltratada en el medio del tabique, pero de terminación discreta, aunque la tentación osara hacerme imaginar sobrepuestas las dimensiones de la del de Bergerac. Mejillas prominentes, rostro afilado, cabello castaño prolijamente cortado, labios con un  leve desplazamiento hacia la derecha.
A medida que las palabras quedaban impresas en el documento el diseño parecía irse llenando de, cómo diría, sustancia, ponéle.
Confieso que con no poco miedo comencé a jugar con las teclas y la pantalla. Me arriesgué a dotar de tridimensionalidad a la descripción y hete aquí que, cosa de Mandinga, también se corta la energía eléctrica. Y yo sin guardar los cambios.
Pero con el poco de reserva, los ojos cada vez más vivos, la sonrisa de cordialidad y el gesto de agradecimiento, la mano de Oscar traspasó el plasma y, junto con la otra, se fue abriendo camino para que saliera la cabeza entrecana.
Por supuesto, mirando impávido, huí despavorido. Me alejé del escritorio y el holograma se irguió delante de mí. Tomó un trago de cerveza y se fue por la ventana.

Al poco tiempo, me desperté sobresaltado. Ya había vuelto la luz. Afuera llovía y las gotas que entraban atravesando las cortinas estaban frías.

viernes, 20 de abril de 2012

3. De todos modos


Cuando un orden de cosas resulta alterado, lo más sano sería restituirlo, si se pensara de la manera en que lo haría cualquier mortal que hubiese metido la pata y sintiese algo de culpa por eso.
Sin saber cómo y al notar que la trama a partir de este momento se dispondría a hacer lo que quisiese, buena solución resultaría un programa alternativo.
Con el mismo procedimiento encontré debajo de un vínculo, promisorio pero discreto —sino fuera por la mano que todo lo indica— una sucesión de códigos que configuraban un delito aún no cometido, enfatizando la risa burlona y sarcástica del que esto escribe. Era, más que una confesión, un manual de instrucciones:


En un primer momento hay que proceder a crear un ambiente de ensoñación para adormecer a la víctima que debe ser previamente imaginada

Entonces quise recordar que la negra no tenía más de diecinueve años pero ya estaba lo suficientemente dotada, desde hacía tiempo, para la vida adulta. Desde el momento que secó los fluidos que le ocasionaba el deseo a los siete años, se notaba que la niña no era tan niña, quizás desde la tarde después del partido de fútbol en el vestuario de los varones. O quizás porque, literalmente volaba, en el sentido más terrícola que se le puede dar al término. Terminada su iniciación en antropología cultural, primera asignatura del semestre, volvía de recoger apuntes y necesidades cuando Oscar notó que necesitaba el café al que lo invitaban sus ojos grises. Realmente era una mujer interesante: locuaz y de notable verborrea, con marcadas intenciones de experimentar límites y nuevas consideraciones.
―No se rehusó a acompañarme al departamento del noveno piso ―me dijo Oscar—, ni a dejar, después de Todo, escrito un papelito que colgó de un imán en la heladera. No quiero buscar excusas pero fueron, tal vez, tamaños sinsentidos, como el de —Volvés a repetirlo y te prometo que me lanzo de acá— lo que me llevó a encender la luz y pedirle que se fuera. Y, sinceramente, no pude prever el desenlace.

Aunque aturdido y abrumado por la duda y, por más cansancio que osara vencerme, dejé las cosas como estaban y eché un ojo a otra parte.